jueves, 24 de abril de 2008

El día que no inventé nada y alguien salió en la tele

Amanece en Manitoba, como tantas otras veces sin haber estado allí. Ni Dauphin, ni Selkirk, ni siquiera Swan River. Ninguna de esas ciudades tubo el honor de reconocer mis pasos ni yo tuve el valor de negar limosna a cualesquiera de los “Everett el borracho” que encuentran su cama en los charcos.

Negocios. De eso se trata. No tengo negocios en Manitoba como tampoco los tiene Everett aquí. Por eso no sé como amanece en Swan River, pero eso, Everett tampoco lo sabe. Eso me consuela. Allá él, su charco y las jodidas puestas de Sol de las grandes llanuras.

Qué más da, yo siempre he estado aquí.

Una vez pregunté a mi madre cómo vine al mundo, ella me dijo que fui un milagro -fuiste un milagro- me decía. Nunca pude sonsacarle nada más. Mi madre era senil, no lo estaba, lo era. Ella decía que ese era su estilo de vida, como los naturistas o la gente bronceada, un estilo de vida. Yo creo que no quería recordar nada, que me encontró deambulando por algún centro comercial o que fui el premio de una caja de cereales, cosas así. Tal vez me robó de un hospital y yo estaba predestinado a ser uno de esos niños ricos malcriados que escupen gelatina al mayordomo. De todos modos no me gusta la gelatina, ni los mayordomos.

Nunca he visto mayordomos contemplando una puesta de Sol, no debe ser su estilo. Tal vez hagan cosas más estiradas que esa. Tal vez contemplen la colada en la lavadora o los precios de las coles de Bruselas en diferentes supermercados y los memoricen por alguna clase de orden numérico.

Hay cosas que es mejor no saber. Como lo de aquel tipo que montó un teatrillo de marionetas con comadrejas muertas. Mejor no saber el porque de sus peinados. Seguramente, el tipo en cuestión, estaba enamorado de alguna taxidermista de Oklahoma o era de esos tipos que alcanzan el clímax metiéndose ardillas en los calzoncillos. Quién sabe.

Ya lo decía mi madre, la senil, si te casas con un trampero de Wisconsin atente a las consecuencias. No sé si tenía razón, pero al ser parca en palabras siempre aprendí a valorar las pocas que escupía por la boca.

Nunca he llagado más allá de las puntas de mis zapatos, excepto aquella vez que caí de bruces al tropezar con el alambique del tío Pete. Esa vez llegué a tocar el suelo metro setenta más allá, a la altura del remolino de mi melena. Corrijo.

Nunca he llegado más allá del remolino de mi melena.

El tío Pete, aquella vez, se emborrachó con licor de peladura de patata, triple destilación. Se emborrachaba siempre que celebraba algo y siempre estaba de celebración.

El viejo Pete guardaba fotos antiguas de gente muerta. Decía que ahuyentaba a las hienas y los coyotes de la vieja secuoya. También decía, que en aquella secuoya una vez le poseyó el espíritu de Ulises S. Grant, general del ejército de La Unión.

Nunca creí nada de lo que contaba el viejo, no me fío de la gente sin dientes.

Si algo me quedó claro de mi procelosa infancia, es que los amaneceres en Manitoba son como las abducciones con erótico resultado. La gente habla de ellos, alguno se aventura a contar alguna historia sobre el tema oída en una barbería de Boston pero… yo no he visto ninguno.

2 comentarios:

el trampero dijo...

Bueno, ese día inventé los mecheros para zurdos...

Moïra dijo...

uau...

¿Y qué harías si tu madre, la senil, tuviera una barba y un bigote que cuando la recordaras, con ternura, te pareciera la mujer más sexy de la galaxia? vaya, vale..no viene a cuento.

Alomejor viniste de regalo en un huevo Kinder, dentro de esa cápsula amarilla. O alomejor en una lata de conservas, como Konrak (el niño q salió de una alta de conservas). O tal vez eras un cromo de Bollycao y te escapaste de ser viñeta toda la vida. Por tanto, sea lo que sea que fueras inicialmente...todo es simbolo de ansias de vivir.

PD: perdonado/a